martes, 14 de septiembre de 2010

CUENTO: GENARO








En el jardín


El zacate recién cortado dejó salir su aroma. Las manos de Genaro, con esmero, dieron forma a la multitud de plantas que construían el jardín.
Las voces de los maestros y los gritos de los niños sofocaban el silencio de la escuela. El mediodía pasó, con la irremediable carga de sol, sobre su sombrero. Escuchaba sin mucho interés el bullicio que lo envolvía. El único pensamiento de Genaro era terminar de podar los arbustos y poner fertilizante a las flores. Después de horas el colegio quedó en silencio y una repentina oscuridad entintó la piel de los alcatraces.
La luna se forzó por salir de la espesura y, por un momento, sólo un leve resplandor iluminó al jazmín. Las flores, con el roce de las manos del jardinero, se desbarataron en pequeñas astillas como si fueran cristal. La luz duró poco. Ésta se metió entre los pliegues de cielo y no volvió a salir.




Isabel




La casa se colmó con el olor de las veladoras ardientes. Isabel ya no quiso asomarse por la ventana, pues lo último que vio fueron siluetas ocultas en el ocre de la noche. Pasaron algunas horas, pero su esposo aún no llegaba. Ese día, lo mejor era no confiar en la gente. Se desplomó en el sillón de la sala y se quedó mirando atentamente las llamitas de fuego que oscilaban con corriente de aire. Las gotas de cera marcaron el tiempo transcurrido. Pensaba en su esposo recorriendo las calles sin encontrar el camino.
-¡Ánimas santas, iluminen el camino de mi Genaro!-
La mujer repitió la oración una y otra vez sin poder escuchar el timbre de su voz. Permaneció como una figura esculpida, la incertidumbre palpitaba en su frente.




En la calle




Genaro no podía orientarse, todo era una penumbra rojiza. Sus pasos inseguros no lograban llevarlo a ninguna parte. Se oía el sonido metálico de una infinidad de autos al momento de chocar. Desconfiado, escuchó unos taconazos que se acercaban. Abruptamente dejaron de oírse. Se mantuvo inmóvil para no tener contacto con lo que parecían personas, porque aunque aparentemente hablaban, más que palabras eran gruñidos desesperados. El mundo se venía abajo. El olor a metal quemado penetró en sus fosas nasales.
El vendaval cada vez más fuerte hacia girar las sombras igual que un líquido suspendido. Buscó a tientas un lugar donde refugiarse y se quedó dormido en la entrada de un centro comercial, sobre los mosaicos fríos. Deseaba tocar la claridad como una tela brillosa, percibir el susurro caótico de las calles, deslizar los dedos sobre la cobija vieja y extendida sobre su cama, acariciar los parpados relajados de Isabel antes de dormir.




El regreso






Los perros enmudecieron. Ya no se escuchaban pasos, sólo el chiflido del aire debilitado, aún muy frío. Se podía ver el resplandor a través de la piel ya delgada de la penumbra. Reconoció el camino a pesar del cambio dramático del paisaje. La basura extraviada rodaba de un lado a otro. No había gente en la avenida. La calle donde solía habitar ya no tenía un rostro. Sin embargo, su casa aún estaba en pie.
Tocó la puerta. Nadie le abrió. En la tarde volvió a golpearla. Isabel, con precaución, vio por la mirilla el rostro fatigado de Genaro. En las pupilas de su esposo observó, pasmada, el reflejo de la luz de las veladoras que todavía no terminaban de consumirse. Abrió la puerta sin pensar. Él, por fin escuchó el sonido metálico de cerrojo. En la sala percibió el aroma intenso del copal, así como el brillo de la última llama moribunda que se aferraba a la mecha desnuda envuelta en una gran quietud.

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