martes, 14 de septiembre de 2010

CUENTO: EL NIÑO











El olor a incienso me dio náuseas, aún así seguí caminando por el pasillo. Era curioso, como las figuras de pasta no veían hacia el frente como en otras iglesias: tenían la cabeza dirigida hacia el altar. Con esos ojos grandes de miradas melancólicas que llenaban todo el sitio de indulgencia.
Era casi de noche, aun asi quise entrar. Era más la necesidad de aplacar las brasas de mi inquietud. A pesar de que la luz de la tarde era tenue, se podía ver las pinturas del techo, donde ángeles pintados parecían escapar siguiendo la luz rojiza de los vitrales.
Seguí adelante, las bancas estaban vacías; sin embargo aún se percibía el calor de la gente que unas horas antes estuvo ahí. La fuerza de mis pasos sobre el mármol creció con el eco.
Después de unos momentos vi al pequeño con su mirada vacía, rodeado de veladoras que como espíritus temblorosos, representaban la fe del pueblo. El rencor se arrastró entre las bancas hasta incrustarse en mi cuerpo. El olor imprudente de las rosas y los crisantemos despertó mis recuerdos.
En esa época yo también era pequeña. Y a pesar del tiempo que ha pasado, puedo escuchar todavía los cantos desafinados de las ancianas de ropas negras, los ladridos de los perros en la plaza, la voz monótona del sacerdote en medio del calor y la voz de mi madre unida al coro. Ese día, mamá tomó mi brazo con fuerza y nos perdimos entre los innumerables cuerpos que llenaban el lugar. Llegamos hasta el altar y el olor a sudor e incienso se fusionaban en mis aspiraciones. Los hombres de un lado, las mujeres con sus velos del otro. Al acercarme al capelo, donde estaba el niño, éste se cayó sin que yo hubiera hecho algo. La burbuja de cristal se hizo pedazos y a la figura se le fracturaron los dedos. El sacerdote levantó la imagen como si se tratara de una criatura viva y mi madre furiosa me obligó a pedir perdón y a hincarme. Uno de los pedazos de vidrio penetró en mi rodilla. Intenté sacar el trozo transparente, pero no pude. El niño de pasta me miraba con sus ojos de vidrio, ausentes de todo sentimiento. El sacerdote me decía cosas que para mí eran incomprensibles en ese momento, palabras que hablaban de pecados. Mamá me sacó del templo con las rodillas sangrando. El camino a casa quedó sobre mis recuerdos como una cicatriz.
Aprieto con fuerza el mango del martillo, el sudor moja mi puño; lo dirijo a su cara brillosa e inanimada. Mis ojos observan hacia las manos, siguen ahí las varillas que salen de lo que antes eran dedos. Me cosquillea el estómago, las pupilas de la diminuta figura están fijas y vacías. El silencio me obliga voltear hacia las bancas. Los ojos se me humedecen de frustración y la gente que estaba ese día ahora solamente son fantasmas que dejaron las cenizas de un incienso viejo. Y mi madre… debía estar aquí como aquel día con la cara perpleja y marcada por la rabia. No estoy sola. Una niña pequeña me mira desde atrás de las bancas. La vergüenza debilita mi brazo. Bajo el martillo y de nuevo coloco con mucho, mucho cuidado el capelo. Doy el primer paso con esfuerzos y camino por el pasillo. Escucho de nuevo el eco casi imperceptible de mis pasos irregulares, con el sonido que produce la cojera. Al llegar a la puerta me asusta el sonido estridente que produce el vidrio cuando se estrella. Me detengo sólo por un momento y volteo, la pequeña figura de pasta esta nuevamente en el suelo pero ahora hecha pedazos. Veo a la misma niña pequeña: corre, baja del altar y sin más, se desvanece en el piso de mármol.

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