martes, 14 de septiembre de 2010

CUENTO: EL COLECCIONISTA







Era exactamente como lo vio en algún lugar de su cerebro. Las pequeñas flores de pirul aterrizaban sobre las mesas. Escuchó el rechinido de los columpios en su frenético ir y venir, los gritos enredados de los niños, unos con otros, hasta volverse las variaciones de una sola voz.
Aquel día, el sol fue opacado por nubarrones que extendían sus cuerpos grises sobre la atmósfera cálida. Las calles se oscurecieron y aun así la encontró.
Era una moneda, al recogerla se dio cuenta que tenía algunas ralladuras sobre una de las caras. Parecía haber sido arrollada por un tren. Con las yemas de los dedos acarició la tersura, la frotó algunos minutos. Satisfecho de su hallazgo la metió en una caja de madera donde tenía cautivos otros objetos pequeños.
El hombre solía arrastrar la mirada sobre la banqueta, siempre buscando. No había límites, era valiosa cualquier cosa que perdiera alguien por la prisa. Cada objeto era coleccionado y noche tras noche sacaba con cuidado cosa por cosa acariciando su textura. Fabricando historias, llenando las bolsas vacías de su memoria con evocaciones ajenas.
No había recuerdos propios que flotaran sobre su almohada. Y los que por fin lograba percibir se disolvían sin remedio como sal en las lagunas que con el tiempo se formaron en su mente.
Pasaron los días y no podía resistirse a abrir la caja y sacar la moneda de nuevo. Una tarde, sintió en las yemas de los dedos esa sensación extraña. El cosquilleo que solía caminar sobre la mano pasando por los brazos hasta llegar a su frente. Era agradable y junto con ello venían a su mente imágenes desconocidas que le gustaba percibir como si fuera dueño de ellas.
Esta vez con las bocanadas de viento, volaban flores diminutas y amarillas; era un parque, una mesa metálica y la sombra de un voluminoso pirul.
Sobre la mesa sólo podía ver una imagen fragmentada, el brazo velludo de un hombre y en otro ángulo el perfil de una mujer.
Fue tan nítida la imagen que sintió vértigo. Nuevamente guardó la moneda y recorrió inquieto su habitación. La soledad se posaba en cada objeto. Él mismo podía sentirla filtrarse en los poros, hasta llegar a los huesos. Deseaba cerrar los ojos y al abrirlos poder estar en ese lugar. No se conformaba con sentir los fragmentos de esa emoción que no le pertenecía y quiso ir al sitio desplegado como evocación.
Conocía el parque, éste era una mancha verde atrapada en los brazos de una ciudad desbordada. En el que las personas solían cambiar su aire artificial por algo más parecido al oxígeno. La emoción giraba como un ave entre los árboles, agitando las ramas y no era necesario usar los ojos, porque los recuerdos incrustados en su mente le aclaraban la ruta.
Descubrió a la mujer que sólo conocía por el códice de los recuerdos. Sus brazos se habían extendido con un libro en las manos. Nada la distraía a pesar de los ruidos que la rodeaban. Un hombre alto y esbelto con ropa deportiva se sentó junto a ella. Reconoció el brazo que apareció en el recuerdo. El joven dirigió su mirada marrón con curiosidad hacia el coleccionista, este permaneció parado sin saber a dónde ir. Se acercó un poco más hacia la mesa, pero no pudo decir nada, porque en realidad no había nada que pudiera decir. Deseaba quedarse y acompañarlos en su beatitud. Poder sentir esa libertad que sólo el no desear nada la puede dar. No obstante sabía que era imposible desprenderse de lo guardado. No podía renunciar a los recuerdos robados que comía su memoria famélica. El momento se cuajó y él quedó atrapado como un insecto en una gota de ámbar. Pensó que no escaparía. Sin embargo el tiempo fluyó con las corrientes de aire liberándolo. Siguió la ruta de sus pasos sin detenerse hasta su departamento. Ahí estaría protegido por todo lo que lo rodeaba en su mundo diminuto. Enumeraría cada cosa una y otra vez. Al fin de cuentas era posible contar hasta el infinito.

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